Quien quiera ver una obra maestra no puede hacer mejor inversión que pagar una entrada para "La vida de Pi". Y es que con ese único ticket podrá degustar dos por el precio de una.
La primera, que ocupa los ciento diez minutos iniciales del metraje, es una deslumbrante cinta de aventuras, ataviada con uno de los más brillantes despliegues visuales de la historia del cine, que mantendrá al afortunado espectador pegado al asiento durante una hora y cincuenta minutos preguntándose qué va a suceder a continuación. La única pega es que su avance desafía progresivamente la credulidad del espectador. Pero es entonces cuando el desenlace llega al rescate, dando sentido y coherencia al film y transformándolo en algo totalmente diferente.
Porque ni "La vida de Pi" ni el libro de Yann Martel que Ang Lee lleva con maestría a la gran pantalla versan, en realidad, sobre la aventuras de un náufrago Pi y su tigre de Bengala. Son una reflexión de asombrosa profundidad sobre el origen y la naturaleza de las religiones. Tras haber abrazado el hinduismo, el cristianismo y el islam, Pi, ante su descenso a los infiernos, se ve obligado a fabricar su propia mitología, una increíble gesta de tigres, cebras, orangutanes e islas perdidas en el mar que sustituye a la historia de degradación, muerte homicida y canibalismo que se inicia tras su naufragio. Lee (superando los titubeos del libro) disecciona así, con la precisión de un bisturí, la esencia de una religión: una fabulación que edulcora con leyendas las partes más cruentas e indigeribles de la existencia humana. Inexplicablemente, por cierto, hay quien ha visto en el film un ejercicio de proselitismo religioso. Muestra evidente de no haberlo entendido bien.
"La vida de Pi" (el nombre es todo un guiño: "pi" es el número irracional por excelencia) es la mejor película del año 2.012 y de la década iniciada en 2.010. Una obra maestra que debe mucha de su grandeza al libro de Martel, una lectura altamente recomendable para atar del todo los cabos de este magnífico conjunto.
Fabulosa. Ahora, la pelota queda en el tejado de los mastuerzos hollywoodenses, de los que puede esperarse cualquier cosa.