Tras revivir una franquicia moribunda, Christopher Nolan, parapetado en una desmadrada campaña de promoción, nos ofrece la parte presuntamente final de su trilogía de Batman, el más flojo de los superhéroes, con sus gadgets comprados a proveedores, sus escuetas habilidades como reparte-tortazos y su traje salido de una fiesta cutre de carnaval. Entrega final que debería ser (como que me llamo Cristopher) la-madre-de-todas-las-películas-de-superhéroes-por-siempre-jamás-filmadas.
El resultado es que, sólo atento a su misión histórica de cambiar la historia del séptimo arte por los siglos de los siglos, al amigo Nolan se le ha olvidado contar una historia coherente que no exija del espectador un esfuerzo de fe y complicidad digno de los pacientes de Carlos Jesús. Esto es, en realidad, lo que termina por suceder. Con toda la grandiosidad visual que se quiera, la última entrega fílmica del hombre murciélago cuenta una patochada deslabazada cuyo ridículo hilo argumental se desmenuza a poco que se rasque su hipermillonaria cubierta.
Con pretensiones de gravedad más falsas que una moneda de euro y medio y más fallidas que el rescate de Grecia, Batman se agota en un puro divertimento visual que se estrella una y otra vez en la insensatez de la historia. A la reserva, pues, con el caballero oscuro, Gotham, la mujer-gato, el comisario Gordon y demás integrantes de este cansino circo que ya no da más de sí. Pero no caerá esa breva. Mientras la franquicia rinda cuartos, el justiciero enmascarado seguirá administrando soplamoco tras soplamoco, haciendo medrar el único superpoder que le acompaña: la bat-paciencia de los espectadores, en niveles ya próximos a los de al prima de riesgo española.