NUEVO ESTIRÓN DEL CHICLE A CARGO DE PETER JACKSON
Tras la insufrible y soporífera primera parte de la anunciada trilogía, el estado de prealaerta es inevitable ante el trance de visionar la segunda entrega de "El hobbit". Quizás por ello se recibe con considerable alivio la comprobación de que, al menos, al espectador no le entran ganas de echarse la siesta al cabo de media hora y de abandonar la sala un rato después. La nueva cinta puede verse con cierto agrado como un espectáculo de acción y efectos especiales que permite pasar por alto la ramplonería de su guión y la trivialidad general del invento, pese a sus graves intenciones.
Con todo, no es éste, naturalmente, más que un nuevo estirón a cargo de Peter Jackson del chicle que ahora tiene entre manos y que, por obra y gracia de la ilimitada devoción de los fans de Tolkien, le está rindiendo unos pingües beneficios que no está por la labor de desdeñar. Mientras haya clientela (y la hay, en muy generoso número), Jackson seguirá ordeñando a la vaca, extasiando a los fieles de la liturgia tolkieniana y aletargando fríamente, en mayor o menor medida, al resto de la parroquia. La desolación de Smaug no es también la del espectador no devoto, pero poco rastro hay de la emoción que un producto de 200 millones de euros está obligado a deparar. Ahora, a aguardar a la tercera parte, cuyo desenlace, en realidad, nos importa un bledo a todos los no alineados en la religión de la Tierra Media.