
"Malditos bastardos", la última criatura de Quentin Tarantino, es exactamente eso, otra película de Tarantino, producto, como las anteriores, de la regurgitación de las toneladas de cine-basura previamente ingerido durante décadas por tal sujeto.
La lectura del argumento evidencia que este anormal ha buscado la mejor excusa que se le ocurrió para dedicarse, sin contemplaciones, a mostrar el auténtico leit-motiv de su cine: la impúdica ostentación de su sadismo enfermizo, previendo que a nadie le dolerán prendas por ver a una pandilla de nazis sometidos a los manejos brutales urdidos por su imaginación. El 85% del metraje de esta cosa es, con todo, un aburridísimo ejercicio de autocomplacencia condensado en interminables monólogos en los que, presuntamente, Tarantino muestra su inteligencia y maestría. El guión da risa, los actores están patéticos (comenzando por Brad Pitt, únicamente ocupado en poner la misma cara de paleto de la América profunda, sin una sola inflexión, de principio a fin) y la realización hace patente que la mayor parte del presupuesto ha ido al peto del Director y sus secuaces.
En suma, una nueva tomadura de pelo de Tarantino, un exabrupto sostenido por la legión de papanatas que les ríe las gracias y le garantiza continuar la franquicia por mucho tiempo. Pero una cosa sí hay que reconocer: la eficacia de su apelación a la violencia. Pues hasta el más pacífico de los mortales (salvo que esté enrolado en su troupe de seguidores) siente, tras contemplar el engendro, unas irrefrenables ganas de partirle la cara a su artífice que, a buen seguro, no encontraría, pese a su querencia por la truculencia, la escena a su gusto. ¿Para cuando la jubilación, Quentin, y la entrega, por ejemplo, a idílicos paseos a la vera del mar en grata compañía, que, en tu caso, sería deseable practicase la psiquiatría?