Que los actores luzcan bien en una película es (qué duda cabe) cuestión que mejora el resultado final. Pero hacer una película con el exclusivo objeto de lucir a sus protas es ya otra cosa. Y, en el caso de "The Master", una cosa terrible, porque el amigo Paul Thomas Anderson ha fabricado, sin otro propósito que dar cancha a los señores Phoenix y Hoffman, un tremendo pestiño, capaz de dormir al más pintado. El guión de este invento tiene un interés fácilmente cuantificable: cero. Y es que las anodinas chorradas del líder de una secta de retrasados mentales no dan para más cuando uno se pone trascendente (cosa distinta sería si la cosa tirase hacia la comedia). Pero es que, por si no fuera bastante, ni Phoenix ni Hoffman lucen como para tirar cohetes. El primero hace su papel de siempre, es decir, desequilibrado emocional pasado de vueltas. Y el segundo, lo mismo, con la mitad del metraje poniendo la sonrisa cínica que es marca de la casa, pero que ya está muy vista, hijo mío.
Sólo recomendable para graves problemas de insomnio o para unirse al coro de necios que no se cansar de cantar sus excelencias, en plan entendidos.