
Ni siquiera los cinéfilos empedernidos estamos a salvo de recibir ocasionalmente gato por liebre, máxime si las circunstancias obligan a una apresurada (y no bien informada) elección de película. Los escasos comentarios que habían llegado a un servidor el día de estreno de "Crepúsculo" apuntaban a otra revisión del mito del vampiro bajo coordendas bastente promtedoras. Algo parecido, pues, a la nada desdeñable "Entrevista con el vampiro".
En honor a la verdad, tales comentarios no iban del todo desencaminados. Los vampiros de "Crepúsculo" no son los acostumbrados chupasangres, sino una especie de familia adoptiva que ha resuelto pasar de rajar gargantas y decidido vivir entre la gente normalita como ciudadanos de bien. Y en ese anómalo contexto tienen cabida propuestas no carentes de ingenio (vampiros que no cocinan, habitaciones sin cama para los no muertos...). Pero, en realidad, el propósito de la cinta no pasa por profundizar en las posibilidades de tan estrambótica situación. Lo que "Crepúsculo" quiere narra narrar es una romantiquísima historia de amor adolescente muy a la medida de las fantasías femeninas. Así que el prota es guapísimo, sensibilísimo y (esto ya es el no va más)no hace guarrerida ninguna, el santiño. Un pajarito con el ala rota que, of course, le roba en un pis pas el corazón a su compañera de reparto. El prometedor planteamiento inicial deja, por ello, pronto paso a la consabida historia de amor con final feliz y derrota del malo, malísimo.
Pero "Crepúsculo" no merece la hoguera. Es un producto digno y resuelto con aceptable factura que pirrará a las teenagers y mantendrá en el asiento, sin excesivos padecimientos, al resto del personal. Ahora bien, esto no es "Entrevista con el vampiro". Ni, obviamente, el Nosferatu de Herzog, de largo, la mejor película de vampiros jamás filmada y cumbre absoluta, sin epítetos, del cine de terror contemporáneo. Las imágenes de Jonathan Harker adentrándose en los Cárpatos bajo la notas de Popol Vuh y el preludio wagneriano del Oro del Rin, mientras camina al encuentro de Klaus Kinski, sí es de lo que eriza el cabello al más pintado.