
Quien pase por taquilla a visionar "Cisne Negro" tiene garantizado el disfrute de un producto formalmente impecable, cuya secuencia inicial anticipa la posterior subida a los altares del cine mejor filmado. ¿Cómo que sólo "formalmente"?, se preguntará el avispado lector. Pues porque la historia que el talentoso Darren Aronofsky nos cuenta en imágenes no está a la misma altura. Y es que lo aquí se narra no es, en realidad, la historia de un cisne negro, sino de una cabra loca, de una personalidad neurasténica (que haría las delicias de cualquier psicoanalista freudiano: madre soltera sobreprotectora, pánico al sexo y demás panoplia) que sucumbe a un entorno de lucha casi selvática por el éxito. La película es la secuencia de su descenso a los infiernos. Y es lo cierto que éste se describe con notable brillantez hasta la mitad del film, porque, a partir de ahí, la cosa se pasa de frenada y rebasa con creces la línea que separa la ficción de la farsa. El recurso de mezclar realidad con fabulación histérica termina hastiando. En nada sorprendería, llegado un momento, la aparición del mismísimo Freddy Krueger en pantalla. El cisne perece, pues, a la postre, vítima del exceso y el espectador comienza a pensar si la segunda parte del film no será otra cosa que el "viaje" que la Portman se pega a lomos del "trippin" endosado por su corruptora compañera de fatigas.
A "Cisne Negro" le falta la pureza narrativa y la continencia de la anterior obra de Aronofsky, "The Wrestler" (esta sí, una obra mayor) y le sobra efectismo, tremendismo y sobreactuación. El Director ha trabajado aquí a destajo para impresionar al personal. Y se ha pasado. Ese es el talón de Aquiles de un film que culmina claramente sobrerevolucionado. Lo que no significa que deje de ser éste un producto notable, de visionado altamente recomendable. Aunque, cuidado, no del todo apto para espíritus sensibles. Para estos, mejor que ver el cisne les será emularlo, volando lejos de la sala de proyección.